Versículo del día 15/11/2013.

“Y cuando ofrecéis el animal ciego para el sacrificio ¿no es malo? Asimismo cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? dice Jehová de los ejércitos” (Malaquías 1:8).

Los requisitos de Dios en cuanto a los animales para el sacrificio no dejaban lugar a dudas; debían ser sin mancha o tacha. Él esperaba que Su pueblo le ofreciera los animales más escogidos de sus rebaños. Dios quiere lo mejor.

Pero, ¿qué estaban haciendo los israelitas? Ofrecían animales ciegos, cojos y enfermos. Los animales escogidos tenían un alto precio en el mercado o se apartaban para la crianza. Y así el pueblo estaba ofreciendo lo peor, diciendo: “Oh, Dios comprende, y cualquier cosa es bastante buena para Él”.
Antes de mirar con desprecio a los israelitas debemos sopesar si los cristianos del siglo XX estamos también deshonrando a Dios no dándole lo mejor.

Gastamos la vida amasando una fortuna, tratando de hacernos un nombre, viviendo en una casa elegante en un barrio residencial, disfrutando las mejores cosas, dejándole a Dios, como una miserable propina, las colillas de una vida consumida en las cosas del mundo. Nuestros mejores talentos van a los negocios y a las carreras que tanto queremos, dándole al Señor lo que sobra de nuestras tardes o fines de semana.

Criamos a nuestros hijos para el mundo, animándoles a que tengan las mejores carreras, ganen mucho dinero, se casen bien, compren una casa elegante con todas las comodidades modernas, y por supuesto, que vayan a las reuniones de la iglesia los domingos, cuando puedan. Nunca les presentamos la obra del Señor Jesús como un camino digno de la inversión de sus vidas y tesoros. El campo misionero y la obra pionera en nuestro país está bien para los hijos de los extranjeros, pero no para los nuestros.

Gastamos nuestro dinero en coches caros, artículos de recreo, yates y equipo deportivo de alta calidad, para luego arrojar una miserable moneda para la obra del Señor. Vestimos ropas elegantes y caras, y después nos sentimos satisfechos cuando donamos nuestros desechos al ropero municipal.

Lo que estamos diciendo con los hechos es, en efecto, que cualquier cosa es suficientemente buena para el Señor, pero que deseamos lo mejor para nosotros mismos. Y el Señor nos dice: “Preséntalo al rey o presidente. ¿Acaso se agradará de ti, o le serás acepto?” Sería un insulto para el rey o el presidente. Bien, así es con el Señor. ¿Por qué le tratamos de un modo en el que no osaríamos tratar al rey o al presidente? 
Dios desea y merece lo mejor. Resolvamos con toda sinceridad darle lo mejor.

William MacDonald

De día en día ("Editorial Discípulo")