Esto quiere decir que el éxito en la obra cristiana consiste en realizar el trabajo en el tiempo más corto posible. Después hay que buscar nuevos mundos por conquistar.
Así lo hizo Pablo. Por ejemplo, fue a Tesalónica, predicó a los judíos por tres sábados y dejó tras sí una congregación funcionando. Pablo rompió el récord en lo que respecta a la velocidad con la que estableció esta obra y no cabe duda de que se trató de una excepción. El tiempo más largo que Pablo pasó predicando en un lugar, al parecer, fue de dos años; esto sucedió en Éfeso.
Dios no ha dispuesto que Sus santos dependan perpetuamente de cualquiera de los dones mencionados. Los dones son prescindibles. Si los santos pasaran el tiempo escuchando sermones solamente, nunca se comprometerían en la obra del servicio ni se desarrollarían espiritualmente lo suficiente y el mundo no podría ser evangelizado de la manera en que Dios se lo ha propuesto.
William Dillon decía que un misionero extranjero de éxito jamás tiene un sucesor extranjero. Esto es verdad también en lo que respecta a los obreros en su tierra natal, cuando la tarea de un obrero llega a su fin, los santos deben tomar su lugar y no comenzar a buscar a otro predicador.
Con mucha frecuencia los predicadores vemos nuestro cargo y función como algo para toda la vida. Pensamos que nadie podría hacer la obra tan bien como nosotros. Justificamos nuestra permanencia porque imaginamos que si nos marcháramos la comunidad se desalentaría y vendría a menos. Nos quejamos de que otros no pueden hacer las cosas como se debe y que no son de fiar. Pero el hecho es que deben aprender y para eso hay que darles la oportunidad. Tenemos que entrenarles, delegar responsabilidades y después evaluar el progreso.
Cuando los santos llegan al punto donde creen que pueden continuar sin la ayuda de un predicador especial o maestro, no hay razón para estar malhumorados o guardar resentimiento. Más bien debe ser motivo de celebración. El obrero queda en libertad para ir a donde más se le necesita.
No está bien que la obra de Dios se construya y dependa permanentemente de un hombre, no importa cuán dotado esté para el ministerio. Su meta principal debe ser multiplicar su eficacia edificando a los santos hasta donde ya no necesitan de él. En un mundo como el nuestro donde hay tantos lugares en los que su presencia es importante, es imperativo que continúe trabajando en la obra del Señor y para Su gloria.
William MacDonald
De día en día ("Editorial Discípulo")