Dos hombres riñen. Uno lanza una ráfaga iracunda de palabras y el otro le contesta con una réplica cortante. Uno ataca acaloradamente y el otro contraataca con idéntica vehemencia. Ninguno desea detenerse para que su silencio no se interprete como debilidad o derrota. Y así el fuego aumenta en intensidad y una oleada de odio va de aquí para allá.
Pero cambiemos el cuadro. Un hombre dirige una descarga verbal a su oponente, pero no recibe fuego a cambio. El primero trata de agravar, irritar, calumniar y avergonzar, pero el otro se niega a unirse a la refriega. Al final el antagonista advierte que está perdiendo el tiempo, así que se escabulle refunfuñando y maldiciendo. El fuego se extinguió porque el acusado rehusó añadirle combustible.
El Dr. H. A. Ironside a menudo se encontraba al final de una reunión con personas que deseaban discutir con él por algo que había dicho. Casi siempre se trataba de espulgar liendres y no de discutir alguna doctrina fundamental. El Dr. Ironside escuchaba pacientemente, luego, cuando el contencioso se detenía para tomar aliento, decía: “Bien, hermano, cuando lleguemos al cielo, uno de nosotros estará equivocado y quizás ése seré yo”. Esa respuesta invariablemente liberaba al hermano para atender a otro.
¿Cómo tomamos nosotros las críticas? ¿Nos defendemos, devolvemos ojo por ojo, dejamos salir todos los pensamientos críticos que hemos abrigado acerca de la otra persona? O más bien decimos con calma: “Hermano, me alegro de que no me conozcas mejor, porque si así fuera, tendrías más por lo que criticarme”. Respuestas como ésta han apagado muchos fuegos.
Supongo que la mayoría de nosotros hemos recibido en alguna ocasión una carta bastante explosiva. La reacción natural en esta circunstancia es hundir nuestra pluma en ácido y enviar una picante respuesta. Esto alimenta el fuego y muy pronto cartas venenosas corren de aquí para allá. Cuánto mejor es escribir una simple réplica: “Querido hermano, si deseas pelear con alguien, por favor, pelea con el diablo”.
La vida es demasiado breve para gastarla en autodefensa, riñendo o discutiendo acaloradamente. Estas cosas nos desvían de lo que es de primera importancia, reducen nuestro tono espiritual y perjudican nuestro testimonio. Otros pueden llevar la antorcha con la que deliberadamente comenzarán un fuego, pero nosotros debemos controlar el combustible. Cuando nos negamos a añadir combustible al fuego, éste se apaga.
William MacDonald
De día en día ("Editorial Discípulo")